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Nadar fuera de la piscina

La bióloga marina y aventurera Tessa Wardley ofrece un manual para disfrutar de la natación en aguas abiertas

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Nadar fuera de la piscina

Nadar es un deporte maravilloso. Un entrenamiento cardiovascular que, al practicarse en la densidad del agua, evita el desgaste que sí se produce en tierra; ayuda a mejorar la flexibilidad y la fuerza; incrementa el rendimiento de los pulmones; pone en funcionamiento prácticamente todos los músculos del cuerpo. Hay, incluso, estudios que aseguran que, si bien no rejuvenece —porque no es posible—, los nadadores profesionales son casi un par de décadas más jóvenes físicamente de lo que les correspondería. Pero nadar, como todos los deportes, tiene un obstáculo principal que, en su caso, se puede llegar a triplicar. Porque para ponerse a hacer ejercicio hay que vencer la pereza. Y a veces se está muy a gusto en la cama o en el sofá y el mero pensamiento de meterse al agua invita a la modorra. Una vez frente al agua, aparece ese instante en el que hay que decidirse. En realidad, ya no hay vuelta atrás, pero la duda —más que razonable— sigue ahí, agazapada. Y, por si todo eso fuera poco. Una vez el cuerpo se ha aclimatado —activándose ante la diferencia de temperatura— queda la parte más dura. Física y psicológicamente: zambullir la cabeza. Si usted ha estado pensando durante todas las líneas anteriores en una piscina, ya podría concentrarse plenamente en la natación. Si, por el contrario, practica dicho deporte en espacios naturales, sabrá entonces que le queda aún otro paso, el que lo acerca a la aventura: adentrarse en un espacio del que se desconoce prácticamente todo. Y en el que apenas se puede controlar nada.

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Fuente: elpais.com